PATEANDO LUNAS
Autor: Roy Berocay
1. ¡No se puede!
El padre caminaba alrededor
de la habitación, movía la cabeza como si tuviera algún tornillo a punto de
aflojarse y miraba a la niña.
¿Qué tenía que ver? Mayte era
una niña, eso era cierto, una niña de nueve años, algo bajita y flaca, pero
tenía piernas fuertes.
Eso le decían siempre sus
amigos, el payaso de Javier que se pasaba todo el día haciendo chistes
malísimos o Salvador que siempre parecía tener una patineta pegada a los pies:
tienes piernas fuertes, puedes jugar, estamos seguros.
Pero para los padres de Mayte
el asunto era diferente: ella era una niña, las niñas juegan con muñecas, hacen
comiditas, se portan bien, dicen buenos días, buenas tardes y todas esas cosas.
Las muñecas, medio rotas y
despeinadas, terminaban siempre tiradas en el piso de su cuarto. Los vestidos
color de rosa se le manchaban tan rápido que cuando volvía de la calle ya sabía
lo que su madre iba a decir.
Jugar fútbol, treparse a los
árboles, desafiar a Javier o a Salva a jugar carreras, eran cosas que a Mayte
le parecían infinitamente más divertidas que las muñecas.
Ahora su padre seguía
caminando por la habitación y ponía cara de preocupación, esa cara que ponen
los adultos cuando están pensando en decir algo muy importante.
—Mayte, ya sabes lo que los
vecinos nos comentan casi todos los días. Vienen y nos dicen, ah, su hija es
taaan linda, qué lástima que se porte así.
Esa era otra de las cosas que
hacía enojar muchísimo al papá de Mayte. La niña no sólo quería jugar fútbol,
treparse a los árboles y correr carreras, sino que también era bastante mal
hablada.
Las rayas, tan claras, se
dibujaban en la pared, justo encima de todas esas fotos de grandes jugadores,
banderines y también algunos galanes de cine ya que, pese a lo que parecían
creer todos, Mayte en definitiva era una niña absolutamente igual que todas.
Mayte miró por un rato las
fotos y suspiró. Se sentía aburridísima. Además, también por la ventana se
colaban los gritos y las risas de los varones que jugaban en la plaza de
enfrente.
Imaginarse un mundo
totalmente diferente en el que los grandes campeonatos fueran jugados por
mujeres.
Pero claro, como era muy
lista, se daba cuenta de que eso tendría algunas dificultades: por ejemplo, las
jugadoras no podían parar el balón con el pecho.
Ahora se imaginaba el final
del partido. El grito de las tribunas llenas y otro problema: ¿qué haría cuando
llegara el momento de intercambiar camiseta?
Nunca había pensado en eso.
¿Sería esa la razón por la cual sus padres no querían que fuera jugadora?
Si era eso, pensaba Mayte, no
habría problema, después de ganar un partido no cambiaría su camiseta y asunto
arreglado.
Con sus padres era muy
difícil. Primero porque el papá trabajaba casi todo el día, y de noche, cuando
llegaba cansado, se sentaba a mirar la tele.
Recordaba la cara de bobo que
ponía su papá cuando miraba la tele. Era como si se fuera muy lejos. Sentado,
con los ojos bien abiertos y cara de vaca hipnotizada, miraba primero el
noticiero y después algunas de esas historias policiales.
—¡Muere maldito polizonte!
¡No me atraparás con vida! Y el héroe, generalmente escondido detrás de una
lata de basura, apuntaba su arma y contestaba:
_Ríndete, Joe!
_Ríndete, Joe!
A Mayte no le gustaban esas
historias, ni tampoco las telenovelas que veía su madre. Esas en las que la
heroína resultaba ser la madre de su padre y la hija de su hermano quien a su
vez resultaba ser el tío fallecido muchos años atrás.
Lo que sí le gustaba ver eran
los partidos y, por suerte, cuando su padre también los veía, podía sentarse y
dejarse llevar por la emoción.
—Estuvo bien —protestaba
entonces el padre que, como todos los hombres, creía saber mucho sobre fútbol.
—Estaba en "orsai"
—protestaba Mayte que seguía concentrada en la prestancia del guardameta, con
esos saltos que se convertían en vuelo cuando venía un disparo muy fuerte o las
corridas de los delanteros del cuadro rival.
—¡Reviéntalo! —gritaba Mayte
a sus defensores y, como por arte de magia, ¡pum! el veloz delantero terminaba
con la nariz incrustada en el pasto.
—¡Bieeeeeen! —aplaudía Mayte
y su padre, enojado, trataba de explicarle que no estaba bien pegar patadas.
Pero ahora, mientras seguía
tirada en su cama pensando en todas estas cosas, escuchando las risas de los
varones, trataba de imaginarse cuando fuera grande y tuviera que ser igual que
su madre.
¡Puf! El bebé se hacía caca y
tenía que limpiarlo. Y además la comida empezaba a quemársele en el horno y
justo en ese momento un vendedor llamaba a la puerta.
La puerta se cerraba de golpe
casi en la cara del vendedor, un humo espeso salía de la cocina, la caca del
bebé se caía al piso y...
Apenas minutos después, con
un pantalón corto y sus tenis, salía hacia la calle con la velocidad de un
cohete espacial.
2. Un lío gordo
El aire húmedo y primaveral, la plaza repleta de
niños, hombres, mujeres y ancianos tomando sol, todo parecía tan divertido ese
domingo que a Mayte le daban ganas de correr y seguir corriendo alrededor de
los prados aunque el pasto se viera tan triste y amarillo.
Su madre le había dicho que
era por la sequía. Hacía como un millón de años que no llovía. Bueno, quizá no
un millón, pero sí hacía varios meses y ahora la plaza, que tendría que estar
verde, se había puesto amarilla.
Los árboles, que parecían
agarrar con fuerza las pocas hojas que todavía les quedaban, sacudían muy
lentamente sus brazos largos y torcidos como torpes y viejas bailarinas de
ballet.
Pero también estaba el sol,
un globo de fuego flotando en el espacio, y eso era tan agradable, aunque su
madre siempre le advertía:
Y después le explicaba que
había un agujero allá arriba en la capa de ozono y que los rayos ultravioletas
del sol se metían por el agujero y podían ser muy malos para la piel.
Mayte no entendía. El sol
siempre había sido un gran amigo, salvo cuando le dejaba la piel demasiado roja
y ardiendo.
Todo eso pensaba Mayte
mientras corría. Pero no corría para cualquier parte, sino directamente hacia
una gran confusión de voces y piernas.
Javier corría cerca de la
acera y trataba de eludir a un gordo alto. Salvador, parado cerca de la meta lo
alentaba y le pedía el pase.
—Pásala, pásala —repetía,
pero Javier nada. Esquivaba al Gordo una vez y otra. Pisaba la pelota, frenaba,
amagaba seguir, volvía para atrás y vuelta a empezar.
La patada, fuerte y justo al
tobillo derecho, dejó a Javier sentado sobre la vereda. Un montón de malas
palabras salieron de su boca como si fueran pájaros enojados.
—¿Puedo jugar? —preguntaba
Mayte a uno y a otro metiéndose en medio del gran lío que estaba a punto de
comenzar ahí.
Como si fuera un toro o un
rinoceronte a punto de cargar contra un pobrecito cazador, el Gordo empezó a
caminar, un paso, dos, tres.
—¿Puedo jugar? —repetía Mayte
pero nadie escuchaba. Todos miraban la escena que les recordaba una película de
vaqueros, de esas en las que el héroe está herido en el piso y el malvado
enemigo avanza hacia él y avanza y avanza y no para de avanzar.
Javier, actuando igual que el
héroe, se levantó lentamente, puso cara de valiente, miró a su enemigo directo
a los ojos, y salió corriendo. Decididamente no había actuado como un héroe,
pero mientras el enemigo y sus amigos se reían y le gritaban cosas a Javier,
Mayte continuaba preguntando a uno y a otro.
—Cómo que por qué, es una
niña —dijo el Gordo y sus amigos movieron sus cabezas arriba-abajo, arriba-bajo
lo que significaba que estaban de acuerdo.
El Gordo puso cara de
superioridad y la miró. Ella era más baja que él y, claro, era una niña, no
había razón para preocuparse.
Las palabras de Mayte no
habrían causado muchos problemas porque el Gordo sabía que los hombres no deben
pegarle a las mujeres, pero nadie le había dicho a Mayte que las mujeres no
deben pegarle a los hombres.
Mayte, en medio de aquel
terremoto, corría de un lado a otro gritando, ¡bien!, ¡dale a ese!, ¡toma! Pero
claro, no era lo que se dice un gran espectáculo. Algunos padres que estaban en
la plaza llegaron para separar, mientras algunas señoras que vivían en la misma
cuadra que Mayte hablaban entre ellas.
La que más hablaba era una
vecina llamada Pola con la que Mayte no se llevaba nada bien. Doña Pola tendría
unos quinientos años o quinientos veinticinco —eso decía siempre de ella
Javier—, además era soltera, muy entrometida y, adivinen qué: era la que
siempre le iba con el cuento a la madre de Mayte.
Mayte, con la ropa llena de
tierra, los pelos todos revueltos y la nariz sucia, esperó a que terminara la
pelea.
Algunos padres se llevaron a
sus pequeños imitadores de Mike Tyson, otros recomendaron a los suyos que si no
podían jugar tranquilos, entonces sería mejor que no jugaran.
El Gordo, que tenía un
chistoso moretón en un cachete, dijo que no, otra vez dijo que no. Esta vez sus
amigos movieron las cabezas para un costado y otro.
El asunto estaba a punto de
volver a empezar, pero no llegó a más porque una cierta señora había cruzado la
calle hasta una cierta casa donde le había contado a cierta madre de los líos
ocasionados por una cierta niña.
Seguramente el castigo sería
cruel, quizá hasta la obligara a ordenar su cuarto.
3. El terrible castigo
Lo que tanto temía, ocurrió. Primero la madre le hizo
todo un largo discurso acerca de cómo deben comportarse las niñas. Su boca se
movía rapidísimo y las palabras salían corriendo y parecía como si chocaran
entre ellas.
Mayte imaginó que las
palabras eran un montón de diminutos autos en una larga ruta. Todos los autos
iban aceleradísimos hasta que ¡zaz! el primer auto frenaba de golpe.
Los que venían detrás,
llevando palabras como "señoritas", o "portarse bien", se
topaban con "obediencia" mientras otros, que continuaban llegando,
chocaban a su vez hasta que todos terminaban formando una alta pila de
autos-palabras de la que salía un humo espeso.
—¿De qué te ríes? —preguntó
la madre al ver que su discurso, tan serio y educado, no hacía mucho efecto.
Mayte se había entretenido
con los autos-palabras olvidándose de una cosa sumamente importante: nada
molesta más a un adulto que no ser escuchado cuando dice Grandes Cosas. Así fue
como el temido y cruel castigo, finalmente llegó.
Mayte pensó que debería
escribir una carta a las Naciones Unidas para quejarse o para que agregaran en
la famosa Carta de los Derechos del Niño algo que dijera:
Pero al rato, cuando hacía
rollos con su ropa y los tiraba dentro de un armario, pensó que la carta no
sería una buena idea: sin duda había muchísimos niños que no tenían un cuarto o
una casa, ni ropa, ni juguetes que dejar tirados en el piso.
—Cuando sea una jugadora y
gane muchísima plata voy a comprar cuartos para todos —pensó mientras agarraba
una muñeca por los pies y la tiraba a un cajón de madera como si fuera pelota
de basquet.
Bueno, casi doble. La muñeca
había pegado primero en la pared y después en el borde el cajón. Apenas le
había errado por un tanto así.
Durante una larga hora Mayte
se dedicó a aquellas tareas desagradables y ahora, mientras la luz en la
ventana comenzaba a cambiar de color, Mayte miraba hacia afuera.
Le gustaba mucho ese momento
del día. El color sepia que los últimos rayos del sol pintaban en los techos.
La gente en la plaza que emprendía el regreso a casa. Los niños que se quejaban
porque querían quedarse un rato más.
Y claro, también le gustaba
el color de los árboles semipelados o el brillo opaco de los automóviles
azules, rojos, blancos, que pasaban por la avenida y encendían pequeños ojos de
luz avisando que la noche llegaba.
Un cielo suave, lleno de
diminutas manchas amarillas, se extendía encima de la ciudad. La luna llena
aparecía detrás de un edificio y rodaba lentamente por el espacio azul, oscuro
y mágico. Mayte suspiró, aunque no sabía por qué. ¿Sería por eso que los
adultos actuaban a veces de un modo extraño? ¿Sería por eso que esos mismos
adultos decían una y otra vez: ah, la primavera?
Sí, sentía algo suave y
dulzón que le hacía cosquillas por dentro. Unas ganas de salir corriendo a la
calle, saltar, gritar y reírse bien fuerte o treparse a los árboles y decirles
a todos lo que acababa de descubrir:
Entonces la gente, que
siempre andaba tan apurada, miraría hacia arriba, vería los árboles, las
estrellas, la luna rodante y también suspiraría.
Mayte pensaba que algunas de
las cosas que hacía su madre tenían un gusto como a sopa de patas de
rinoceronte o guiso de murciélago tuerto.
De todos modos nunca se lo
decía porque ella siempre estaba quejándose del enooooorme trabajo que le había
dado hacer esa comida.
Se sentó a la mesa, se tuvo
que levantar para lavarse las manos, se las lavó y volvió a sentarse a la mesa.
Pobres animales, pensaba
Mayte y se los imaginaba arrastrándose por el famoso desierto del Sahara,
viendo en el horizonte un puesto de refrescos al que nunca lograban llegar.
Mayte regresó del desierto y
miró el plato: tenía un líquido medio verduzco adentro y unas cuantas cosas
blancas y blandas que flotaban en la superficie.
Nada. No había manera de
convencerlos. Y, claro, todo por culpa de doña Pola, esa vieja chismosa. Tenía
que haber alguna manera de darle una buena lección.
Sí, eso, tendría que hablar
con Salva y Javier, pensar un gran plan para darle un escarmiento a la vieja
entrometida.
Se imaginó a su madre en la
cocina, atando un rinoceronte con fideos y metiéndolo en una olla gigantesca.
Otra vez la realidad. El
rinoceronte había escapado y ahora, casi sin darse cuenta, había terminado su
sopa.
Fue entonces que el papá lo
dijo. Fue sólo como un comentario normal, como si hubiese dicho qué linda noche
o pásame la sal.
—Dentro de un rato vamos a
visitar a los tíos, así vas a poder pasar un rato jugando con tu prima Esther.
¡Aghhh! Mayte se imaginó en
medio de una batalla entre vaqueros e indios. Ella había estado avanzando al
frente de las tropas de indios para atacar el fuerte y justo entonces ¡aghhh!
un disparo a traición y ella caía desde su caballo y justo encima de una planta
con espinas.
Esther, la prima Esther, era
la niña perfecta, la que nunca se ensuciaba, ni decía malas palabras, la que
obedecía en todo y se sacaba las mejores notas en el colegio. ¡Aghhh!
—Por lo menos te vas a
divertir un rato —dijo el padre.
4. La insoportable prima
Esther
La casa de Esther quedaba sólo a cinco cuadras y ahora
Mayte y sus padres caminaban al costado de una callecita empedrada. Las casas
antiguas, iluminadas algunas con viejos faroles de hierro colgados frente a sus
puertas, le parecían a Mayte como escapadas de otro tiempo.
Pensar que todavía existían
calles así en la ciudad donde los edificios crecían como hongos después de una
fuerte lluvia.
Los edificios siempre le
parecían a Mayte unos gigantes bobos que se levantaban y asomaban sus cabezas
encima de las pequeñas casas.
Mayte miró hacia arriba.
Allí, muy cerca, se podían ver algunos gigantes. Tenían miles de ojos cuadrados
de los que salía una luz chiquita y adentro, escondidos detrás de los ojos
cuadrados, miles y miles de personas vivían en cajas de cemento.
—No sé, supongo que cada uno
vive donde puede, nosotros tenemos una casa muy vieja y no podemos comprar un
apartamento, pero si pudiera...
Terror. Pánico. El mundo
temblaba. Mayte se imaginaba mudándose de su vieja casa, en la que el sol
entraba por las ventanas y en la que bastaba con abrir la puerta para estar en
la calle, a un edificio lleno de ojos y ascensores y personas.
La casa, nueva y de
ladrillos, parecía el escenario de un teatro. Llena de luces, cortinas y
colores rojos y negros, rejas recién pintadas.
Y allí, sentada en un sillón,
con un vestido lleno de encajes, el pelo rubio y rizado, la sonrisa de muñeca
de plástico, estaba la prima Esther.
Mayte y Esther se saludaron y
después anduvieron por un pasillo de baldosas rojas y lustradas hasta llegar al
cuarto que era de la prima.
La cama, ancha y de madera,
tenía una colcha color de rosa con holanes rococó. En las paredes se veían
decenas de personajes de cuentos infantiles.
Mayte no sabía qué hacer.
Siempre que iba allí le sucedía lo mismo. Le daba no sé qué moverse, sentía que
aquel cuarto era un lugar sólo para ser mirado, un lugar al que se debía entrar
en silencio y de puntitas como se entra a un museo de objetos delicados.
Esther abrió una puerta del
armario y sacó una, dos, tres muñecas, todas con vestidos color de rosa.
—Es imposible. Este bebé
tiene una enfermedad extraña. Se le pegó en el África —explicó Mayte— Fue
cuando fuimos a cazar rinocerontes, había una invasión de moscas verdes, seguro
que lo picaron y ahora tiene la enfermedad del despierto.
—Sí, pero no tenemos tiempo
para limpiarle la caca. ¡Rápido, al armario que ahí llegan los malvados
cazadores!
¡Sí, sí! Esther tomó a sus
dos muñecas y corrió hacia el armario, pero cuando estaba a punto de llegar,
Mayte abrió la puerta de golpe y saltó hacia afuera.
Mayte había saltado poniendo
cara de fantasma, pero Esther se había asustado tanto que había pegado un
verdadero grito de terror y ahora, la muy boba, lloraba.
Esther se ofendió en serio.
Dio media vuelta, caminó hasta su cama, se acomodó el pelo largo y rizado y
después cometió un gravísimo error:
Mayte tomó su bebé —el que
tenía la enfermedad del despierto y se había hecho caca— y se lo tiró a su
prima en la cabeza.
Y así fue como llegaron los cazadores.
Atraídos por los gritos, entraron al cuarto rápidamente, sin dar tiempo a que
Mayte corriera a ocultarse en el armario.
Los cazadores, que eran muy
parecidos a su madre, su padre, su tía y su tío, ocupaban ahora el lugar y le
apuntaban con sus dedos largos.
—¡Me rindo! —dijo Mayte
levantando los brazos. Pero su madre la tomó de una mano y la sacó de la
habitación casi en el aire.
La prima Esther, otra vez
peinada y con esa sonrisa de plástico, se había quedado en la puerta cuando
salieron.
—¡Cazadores! —contestó Mayte
mientras su madre le daba un pellizcón.
5. Planes y desafíos
Un enjambre de niños corría y saltaba en el patio de la
escuela. Sus botas blancas, parecían pequeñas nubes movedizas deslizándose
sobre el cielo de baldosas amarillas.
Algunos jugaban futbol, otros
saltaban a la cuerda, pero más allá, en un rincón y ajenos a todo, algunos
niños llevaban a cabo una reunión importante.
A Mayte le gustaba la idea.
Se imaginaba la cara de doña Pola con su voz aguda asomada en la ventana
gritando ¡socorro!
—Pero no podemos salir de
noche —dijo finalmente—. Mis padres dicen que es muy peligroso—. Salva y Javier
tenían el mismo problema.
—¡Un momento! Tengo otra idea
—dijo Mayte—. Y es algo que podemos hacer de día. Todos se acercaron a escuchar
el plan maestro. Era bastante bueno. Algunos rieron imaginando la cara que
pondría doña Pola cuando lo llevaran a cabo. Pero ésa no sería la única cosa
memorable que ocurriría en el recreo del lunes, porque, más allá, en el otro
extremo del patio, el Gordo Enemigo y sus cómplices, tenían también una
reunión.
Si se lo miraba de afuera, se
podía ver al Gordo parado en medio del grupo, moviendo sus brazos en el aire
como si intentara volar. Su boca se abría y cerraba también muy rápidamente.
—Seguro que están tramando
algo —dijo Javier, quien prefería no recordar la tarde anterior cuando se había
portado tan poco valientemente.
En efecto, con el Gordo a la
cabeza y los demás caminando detrás, la pandilla enemiga avanzaba por el patio.
Los que jugaban futbol se detuvieron. Las niñas que saltaban a la
La pandilla enemiga avanzaba
por un callejón formado por niños que se hacían a los costados y comentaban en
voz baja.
Del otro lado, la pandilla de
Mayte se ponía en formación de esperar. Algunos, como Salvador, ponían las
manos en sus cinturas y trataban de poner caras de tranquilidad.
Las maestras, que ocupaban el
tiempo del recreo en conversar entre ellas y criticar a la directora, no se
habían dado cuenta.
Mayte veía la escena y ya le
parecía que el Gordo y los suyos vestían de negro, llevaban lentes oscuros y
unas armas metálicas que reflejaban la luz.
La cosa se estaba poniendo
buena. Pero Mayte pensó que si el desafío era para volver a pelear se metería
en más problemas y pasaría toda su vida ordenando el cuarto.
A Mayte el comentario le
había parecido medio machista, pero se dio cuenta de que Salva lo hacía para
obligar a los otros a aceptar.
—¿Miedo nosotros? Les vamos a
hacer cinco goles, con o sin niña —dijo el Gordo y todos sus secuaces dijeron:
sí, sí.
Mayte estaba tan feliz. El
partido había sido fijado para el próximo domingo. Ahora tendrían que conseguir
camisetas, practicar y, principalmente, convencer a sus padres.
—¡Qué semana nos espera! —se
dijo Mayte sonriendo cuando entró a clase y se acomodó en su asiento.
6. Un momento de magia
La noche del lunes era igual que todas las otras.
Mayte, sentada en el piso, se entretenía dibujando jugadores de futbol y grupos
de cazadores que perseguían a doña Pola por la jungla. Este último dibujo le
había quedado bastante bien. La Vieja Entrometida en persona aparecía atada a
un largo palo que los cazadores cargaban sobre los hombros.
Mayte miró el dibujo y
sonrió. Ya se imaginaba la lección que darían a doña Pola cuando el martes
comenzaran con su plan de escarmiento.
Pero la noche del lunes era
igual que todas las otras y eso significaba que su padre, sentado en el sillón
de siempre, miraba televisión junto a su madre.
Cenaron y Mayte, que había
estado muy callada, prefirió no hablar acerca del gran desafío de la pandilla
del gordo.
Sabía que era mejor esperar
un buen momento pues su padre siempre llegaba muy cansado del trabajo y con
pocas ganas de hablar.
Pero ahora, desde su lugar en
el piso de madera, Mayte lo miró y creyó que tal vez sería un buen momento.
Esta vez un sargento negro,
muy enojado, golpeaba con su puño encima de un escritorio y le gritaba a tres
muchachos que trabajaban para él.
Mayte se encogió de hombros y
volvió a sus papeles de dibujo. Tomó un lápiz y empezó a trazar una línea tras
otra y otra y otra más hasta que terminó por hacer un enorme televisor dentro
del cual vivían, como en una casa, muchas personas.
—¿Qué dijiste? —preguntó el
padre sin dejar de mirar la pantalla en la que ahora se veía un gran alboroto,
con autos, sirenas y personas que corrían por todas partes.
Pero Mayte comprendió que su
padre no estaba escuchando. Ahora había un tiroteo y el sonido de las balas,
bang, bang, rebotaba en las paredes de la pantalla.
Fue así, sin un solo ruido y
sin ningún aviso previo. Sencillamente ocurrió: la luz se fue, la pantalla se
apagó, todo estaba oscuro.
Mayte, en medio de la
oscuridad, se imaginaba flotando en el espacio. A su alrededor no había nada de
nada, sólo ese hermoso silencio y esa negrura que convertía en sombras de raras
formas a los muebles.
—El apagón, dijeron que si no
llueve las represas no pueden funcionar bien —contestó la madre que se
iluminaba con un encendedor y buscaba algunas velas en un cajón.
Era maravilloso. La
habitación se inundaba con una luz suave que parecía acariciar los objetos como
si tratara de darles una forma distinta.
Y también estaba el silencio,
ese silencio de algodón, que dejaba entrar por la ventana los sonidos de la
calle.
Mayte miró a su padre. Su
cara, iluminada ahora por las velas, parecía de pronto más simpática y
descansada.
—Ah. Qué bien, después la
quiero leer —dijo y le acarició la cabeza como solía hacer cuando era más
pequeña.
Salieron a la vereda. En las
otras casas también se asomaban los vecinos. Algunos, reunidos en grupos,
hacían gestos y hablaban.
El padre, tomando a Mayte de
una mano, respiró hondo. El aire era cálido y llegaba en caricias desde la
plaza.
La Luna, enorme y pálida,
parecía un globo de cumpleaños. Sin saber por qué Mayte miró a la Luna y
suspiró.
La madre, en silencio junto a
ellos, también la miraba y parecía estar pensando en alguna otra cosa, algo
sucedido mucho, mucho tiempo atrás.
Los autos, con los ojos
encendidos como panteras, avanzaban despacio por el asfalto y aquí y allá se
escuchaba la charla de los vecinos.
Las ventanas se encendieron
todas al mismo tiempo, como si alguien hubiera dibujado decenas de cuadros de luz.
Algunos vecinos aplaudieron.
Mayte miró al cielo
nuevamente, pero ahora el resplandor de los focos de la plaza, la avenida, los
patios de las casas, opacaba las estrellas.
—¡Tienes derecho a permanecer
callado, maldita rata, todo lo que digas puede ser usado en tu contra! —era la
tele otra vez.
Mayte abrió y cerró los ojos
un par de veces pues la luz le parecía demasiado brillante, como si un sol
enano se hubiese encendido en la habitación.
La madre sopló las velas y
Mayte observó como un delgado hilo de humo subía hasta chocar con el techo.
Ya se imaginaba ingresando a
la cancha con una bonita camiseta a rayas blancas y negras y todo el público
aplaudiendo.
El público gritaba y saltaba,
algunos niños, como en una explosión de mariposas, arrojaban nubes de papel
picado al aire.
Dibujó una cancha de futbol y
un árbitro con cara de pájaro y trató de imaginarse cómo se vería aquello bajo
la suave luz de las velas.
Cerró los ojos un instante y
pensó en la luna.
7. Mayte descubre América
El martes hacía muchísimo calor. Los rayos del sol
caían como baldazos de luz sobre el patio de la escuela donde los niños
intentaban ocultarse a la sombra.
Hacía demasiado calor para
esa época del año y Mayte, abanicándose con un cuaderno, creía que aquello
tenía que ver con la sequía que tanto preocupaba a sus padres.
Esta vez el timbre que
anunciaba el fin del recreo no levantó las protestas de siempre ya que, pese al
trabajo que seguramente les impondrían las maestras, los niños al menos podrían
entrar a los salones donde el aire era mucho más fresco.
La maestra ya estaba de pie
al frente del pizarrón en el que había escrito con letras grandes y redondas,
como las que siempre hacen, una fecha y un título.
El viento marino era
agradable y tibio. Había pocas olas y el barco se sacudía con suavidad. Pero no
todo era tranquilo. A bordo, había un creciente murmullo. En todas partes los
marinos formaban grupos y discutían.
—¡Izad las velas! ¡Preparad
la comida! —Mayte, vestida de comandante, ordenó a la tripulación, pero nadie
le hizo caso.
Volvió a dar las órdenes,
pero de pronto se vio rodeada por un montón de tipos con caras siniestras.
—¡Sí, y vamos a caer en un
lugar lleno de monstruos horribles! —dijo otro que tenía un gancho en vez de
mano.
—¡Yo extraño a mi mamá! —dijo
un tercero que tenía una pata de palo y una enorme cicatriz en la cara.
Y así fue. Un marinero
gordito, que comía cacahuates y tiraba las cáscaras hacia abajo, empezó a
gritar desde su puesto de vigía.
La maestra interrumpió y les
pidió que escribieran una redacción sobre el descubrimiento, pero Mayte no la
escuchaba.
De pronto se imaginó del otro
lado de la escena, en medio de un montón de indígenas que vivían en un pueblito
de chozas.
¡Tres calaveras enormes! Los
indios se imaginaron que se trataba de algo terrorífico y corrieron para todos
lados, gritando de miedo.
Algunos se tiraron de cabeza
entre los arbustos, otros cerraron las puertas de sus chozas y se asomaron con
temor por unos pequeños agujeros.
¡Ah! Eso era distinto. Los
indios salieron de sus escondites. El jefe brujo les recordó que era 12 de
octubre. Entonces todos recordaron que ese día tenía que llegar un tipo llamado
Colón y corrieron a la playa.
Mayte, metida entre la
multitud, también corrió y vio que las carabelas habían anclado ahí, muy cerca.
Cuando los del bote llegaron
a la playa, los indios realmente quedaron asombrados: nunca habían visto
hombres con minifaldas y medias tipo can-can.
Todos los indios saltaron de
alegría. Esa sí que era una gran noticia. Todo ese tiempo viviendo solitos y
ahora, por fin los descubrían.
—Un momento. Si nosotros
estar aquí desde antes, eso querer decir que nosotros descubrirnos primero.
Después volvió y les explicó
a los indios que era cierto que ellos ya se habían descubierto antes, pero que
ahora él los descubría para España.
—¡Mayte! —la voz de la
maestra, parada al lado de su escritorio, la trajo rápidamente de regreso a la
escuela.
—¡Siempre distraída! —la
maestra parecía bastante enojada, hacía un buen rato que todos los demás
escribían.
Esa tarde, cuando caminaba de
regreso a casa desde la escuela, contó a Salvador y Javier lo que había
imaginado.
Pero sus amigos estaban más
interesados en otra cosa que Mayte casi había olvidado: hoy era el día en que
darían una gran lección a doña Pola.
—¡Es cierto! Casi lo olvido
—dijo Mayte riéndose al pensar, de nuevo, en el lío que se podía armar.
8. La guerra de las viejas
Mayte llegó a su casa y saludó a su madre que estaba en
la cocina amasando harina de trigo. Cuando llegó le dio un beso en la mejilla y
su nariz quedó blanca.
Las dos rieron, pero Mayte,
con la imagen de doña Pola todavía en la mente, pensó que no tenía tiempo que
perder y corrió a su cuarto para cambiarse.
—¿No tienes que estudiar?
—preguntó la madre sin recibir otra respuesta que un sonoro portazo. Ahora
hacía menos calor y, por primera vez en mucho tiempo, se podía oler en el aire
el pegajoso aroma de la humedad.
En efecto, doña Pola y dos de
sus amigas, doña Concepción y otra señora viejísima a la que todos llamaban la
Nena, conversaban animadamente. Mayte las vio. Ya podía imaginarse de qué
hablaban. Estaban así todo el día dale que te dale sobre la vida de fulanito o
el vestido que se había puesto la muchacha de la casa de la esquina, esa que
siempre andaba con un muchacho diferente.
Todas esas veces, como castigo,
había tenido que ordenar su cuarto y, encima de todo, no la habían dejado
salir.
¿Qué importaba que todo fuera
cierto? No se trataba de que las acusaciones fueran verdad o mentira, sino de
que las viejas, principalmente doña Pola, dejaran de meterse en lo que no les
importaba.
Minutos después Salvador
salió de su casa y un poco más tarde, comiendo un enorme pan con dulce,
apareció Javier.
—A lo mejor tiene que ir al
baño —agregó Javier. Esperaron. Doña Pola cruzó parte de la plaza y después la
calle.
Salvador notó que ella había
dejado su cartera en el banco; eso significaba que planeaba volver. Esperaron
que doña Pola entrara en su casa.
No corrieron. Caminaron
tranquilamente como si aquello fuera sólo un paseo. Movían los brazos y las
cabezas para que pareciese que tenían una conversación importante y cuando
estaban cerca del banco empezaron a hablar más fuerte.
—¿En serio doña Pola dijo
eso? —preguntó Mayte llamando inmediatamente la atención de doña Concepción y
la Nena.
Estaban a sólo dos metros del
banco cuando Salva, como si no hubiese notado la presencia de las dos señoras,
dijo:
—Sí, eso dijo de la Nena,
pero peor fue lo que dijo de doña Concepción, resulta que... —mientras pasaban
por delante de las dos, Salva siguió hablando cada vez más bajo.
Volvieron a la acera, pero
esta vez se sentaron justo frente a la puerta de doña Pola. Seguro que ya no
tardaría en salir.
Doña Pola, caminando por
detrás del trío, escuchó aquello y sintió una enorme curiosidad. ¿Qué habrían
dicho sus amigas? ¿Sobre quién?
Los tres, tratando de parecer
sorprendidos, miraron hacia atrás y, al ver a doña Pola, bajaron la voz como si
se sintieran avergonzados.
Doña Pola cruzaba la plaza
rápidamente y con cara de enojada. Más allá, en el banco, la Nena y doña
Concepción la esperaban y tenían también esa clase de mirada.
Los niños no pudieron
escuchar, pero no hacía mucha falta. Bastaba ver la figura de doña Pola, de pie
frente a las otras dos moviendo sus brazos como hélices y apuntando con sus
dedos.
Ahora era ella la que movía
los brazos y apuntaba con el dedo. Inmediatamente, empujada por un resorte
invisible, la Nena también se paró.
Hablaban tan fuerte que
incluso desde donde estaban los niños podían escuchar algunas palabras tales
como "mentirosa", " chusma" y algunas peores que nadie
imaginaba en boca de tres dulces ancianitas.
La Nena, con la cabeza
agachada, se alejaba del lugar y gritaba algo, mientras doña Pola y doña
Concepción seguían discutiendo, aunque sin nuevos golpes.
Muchos curiosos las rodeaban
ahora: señoras con bebés en los brazos, niños llenos de polvo, todos parecían
querer enterarse.
—Ajá —contestó Salva
parándose al ver que las dos mujeres de pronto habían olvidado su pelea y
caminaban ahora directamente hacia ellos.
Mayte entró rápidamente a su
cuarto y, por las dudas, atrancó la puerta.
9. La luna es una pelota
No hacía falta preguntarse
quién golpeaba la puerta y cuando Mayte escuchó la voz de su madre, trató de
adivinar lo que ocurriría después.
Tal vez fuera por el aire
primaveral —ése que cambia a las personas— o la hermosa luna que había visto la
noche anterior, pero las cosas no sucedieron como siempre.
Mayte, que había abierto
apenas su puerta, escuchó con asombro la conversación entre las dos mujeres.
—Mire, señora, creo que usted
ya está bastante crecida como para andar siempre culpando a los niños.
Puedo imaginarlo todo. Ella,
con las manos esposadas estaba sentada detrás de una mesa mientras su madre, de
saco y corbata, se levantaba y pedía la palabra.
—¡La defensa tiene la
palabra! ¿Cómo se declara la acusada? —decía un juez con una peluca blanca que
le llegaba hasta la cintura.
—¡Protesto, señoría! — decía
doña Pola— Basta con verle la cara a esa pequeña delincuente para darse cuenta
de que es una malhechora, mal educada.
El juez se acomodaba la
peluca y miraba a Mayte. Parecía que estuviera pensando en lo que acababa de
decir doña Pola.
Mayte lo miraba y le sonreía
dulcemente, casi como lo haría su prima Esther. El juez se ponía incómodo.
La Vieja Entrometida Número
Dos echaba la culpa de todo a Mayte, pero después, cuando su madre hacía las
preguntas, las cosas cambiaban.
—¿Y por qué fue tan fácil
para ustedes pensar que las otras hablaban mal de todo el mundo? —la madre
hacía preguntas dificilísimas.
—¡Que la acusada se ponga de
pie! —decía el juez y luego miraba a un montón de niños que entraban a la sala.
El jurado, integrado por
Salvador, Javier y todos sus amigos, la declaraba inocente y todos aplaudían.
Después el juez condenaba a
doña Pola y a sus amigas a hablar muy bien de las personas durante un año y
medio.
—¿No será que usted está
siempre hablando mal de todo el mundo? —su madre había hablado igualito que
cuando hacía de abogada en la mente de Mayte.
Doña Pola, muy ofendida,
terminó por irse y Mayte corrió para tirarse sobre la cama y agarrar el libro.
Su madre venía por el pasillo.
—No te creas que no sé,
aunque pongas cara de angelito, pero me parece que esta vez estuvieron bastante
bien, quiero que me cuentes qué ocurrió.
Mayte dejó el libro. Era esa
sensación otra vez, el aire tibio que entraba por la ventana, esa cosa tan
agradable que iba y venía como si tuviera ratones en la barriga.
Pensaba que la primavera
decididamente hace cosas extrañas en las personas. Por ejemplo: ahora soñaba
despierta mucho más que antes y también notaba que desde que había visto la
luna, algo había cambiado en su madre.
—Bueno, mis padres, tus
abuelos, eran muy estrictos y no me dejaron, decían que ese era un ambiente
malo para mí.
Mayte imaginó un gran escenario,
arriba tenía unas hermosas luces rojas, blancas y verdes que pintaban el aire.
Allí, sobre las tablas, una
muchacha igual a su madre bailaba. Llevada por un viento mágico, flotaba en el
aire multicolor y en cada salto parecía ser levantada por alas invisibles.
Pero Mayte, que era muy
lista, enseguida comprendió que a ella podría ocurrirle algo similar si no
actuaba pronto.
—Porque es un ambiente ma...
—la madre se detuvo. Acababa de darse cuenta de que, sin querer, había estado a
punto de hablar igual que lo habían hecho sus padres mucho, muchísimo tiempo
atrás.
Se levantó, se acomodó el
cabello, miró su reloj pulsera y después, como si un enorme planeta encendido
le asomara en la cara, sonrió.
No, no era su sonrisa de
siempre, era algo mucho más importante, una sonrisa que le brillaba en los
ojos, le fruncía la nariz y le dibujaba en la boca una raya rarísima.
Mayte, con las cosquillas
apareciéndole por todo el cuerpo, tuvo ganas de ponerse a saltar en la cama,
ganas de abrir la ventana y tragarse todo el aire del mundo, para largarlo
después en un largo grito.
Después recordó que al día
siguiente debía encontrarse con el Gordo Enemigo para discutir el asunto del
desafío y terminar de arreglar el gran partido.
Esa noche, soñó que la luna
era una gigantesca pelota de futbol.
10. El gordo enemigo se
enamora
Miércoles. Otra vez el patio de la escuela bajo el
mismo sol y los mismos niños escondiéndose bajo la misma sombra. Pero ahora el
aire estaba más espeso, era fácil notarlo con sólo respirar.
Mayte, sentada en el piso,
con la espalda recostada en una pared, conversaba con algunas amigas y esperaba
que, de un momento a otro, llegaran Salva y Javier a traerle noticias.
Es que Salva y Javier había
quedado en hablar con el Gordo Enemigo para ponerse de acuerdo acerca del
partido.
Ella no había querido ir
porque sabía que si empezaban a discutir, cosa muy probable, enseguida se
metería en problemas y, claro, no quería más problemas justo ahora que su madre
se estaba portando tan bien.
¿Por qué tardarían tanto? Eso
ya se lo había preguntado antes, pero se lo preguntaba de nuevo y como estaba
aburrida de esperar decidió mirar al cielo.
A su lado Susana y Andrea,
dos niñas que a veces se parecían a la prima Esther y a veces a Mayte, hablaban
acerca de una película que habían visto en la tele.
Estaba segura de que había
sido hermoso porque al despertar se había sentido muy bien, casi feliz, pero lo
único que lograba recordar era una imagen: la luna rodando por el cielo.
Susana y Andrea ya andaban
por el patio contándoles a todos. Los llamaban por el nombre y señalaban al
cielo.
Mayte respiró hondo. Había
olor a lluvia en el aire, ese olor casi dulce que al entrar en la nariz parece
que la mojara.
Pero mientras casi todos los
demás seguían allí, hipnotizados por la gran mancha gris, Mayte no pudo seguir
mirando.
Era una lástima. Le habría
gustado seguir observando cómo la nube engordaba y engordaba hasta reventar y
soltar gruesos chorros de agua sobre la tierra sedienta.
Era una lástima, pero tenía
algo importante que atender. Allí cruzando entre el grupo de niños, venían
Salva y Javier.
—¡Gordo machista! —Mayte
estaba furiosa. Justo ahora que su madre estaba convencida, justo ahora que iba
a convencer a su padre...
Mayte no los escuchó. Cruzaba
el patio rápidamente, casi corriendo, hasta los dominios del Gordo Enemigo.
Mayte llegó al lugar, que no
era sino un rincón del patio donde los varones se juntaban y ponían cara de
importantes y malos, y se paró delante del Gordo.
—¿Miedoso? ¡Ja,ja! —el Gordo
rió y todos sus amigos rieron al mismo tiempo. Siempre hacían eso, no porque el
Gordo fuera gracioso, sino porque le tenían miedo.
Mayte, con las manos en la
cintura, se paraba desafiante y no veía que por detrás se le acercaban Susana,
Andrea y un grupo grande de niñas.
—¿Ah sí? ¿Y quién nos va a
hacer goles? ¿Tú? —el Gordo podía ver el grupo de niñas que se había acercado y
ahora estaba poniéndose nervioso.
¡Dos goles! El Gordo, que a
pesar de ser el malo de la escuela, se creía también todo un galán, pensó que
era una buena oportunidad para ganar algo más.
El Gordo se rascó la nuca y
después dijo algo que hizo que un gran murmullo se extendiera entre todas la
niñas.
El murmullo crecía. Algunas
niñas decían que Mayte estaba loca, ser novia del Gordo Enemigo Número Uno, ese
sí que sería un castigo.
Nunca había imaginado
siquiera algo así. ¿Acaso eso significaba que ella le gustaba. al Gordo? Nunca
lo había imaginado.
Pero Mayte pensó en la charla
que había tenido con su madre y, si iba a ser jugadora de futbol, tenía que
estar dispuesta a correr el riesgo.
Mayte levantó la cabeza,
apretó más sus manos sobre la cintura, miró al Gordo a los ojos y después dijo
casi gritando:
El murmullo creció más y más,
las niñas y los varones comentaron y rieron. Todos trataban de imaginarse la
pareja que formarían el Gordo y Mayte. ¡Esa sí que sería una noticia para el
periódico de la escuela!
Salva y Javier no lo podían
creer y, cuando sonó el timbre, ya nadie se acordaba de la nube gris que ahora
era tan grande que cubría casi toda la ciudad.
Pero la maestra estaba a
punto de empezar la clase y, además, algún gracioso había escrito en el
pizarrón:
A Mayte el asunto no le
pareció muy chistoso, pero tampoco le prestó demasiada atención. Su padre
siempre decía que cuando se estaba en un baile, había que bailar.
¡Ya vería el Gordo fanfarrón
el baile que ella le iba a dar!
11. Rayos y truenos
Desde el cielo llegaban sonidos fuertes, como si
algunos ángeles arrastraran muebles y rasparan el piso de las nubes.
Mayte, parada frente a su
casa observaba el rápido movimiento de la mancha gris —que ya había terminado
de pintar todo el horizonte— y aspiraba el aire húmedo, cada vez más húmedo.
Salva se deslizaba por la
calle en su patineta, moviendo las caderas a uno y otro lado para intentar
alcanzar olas imaginarias.
Javier, sentado en la
banqueta, masticaba otro de sus famosos panes con dulce y, con la boca llena de
migas, intentaba comunicarle algo a su amigo.
Pero Mayte pensaba en otra
cosa: en unas horas llegaría su padre y, finalmente, con la ayuda de su madre,
tendría que pedirle permiso para jugar el partido.
La apuesta no era sólo hacer
dos goles: sabía que si no podía jugar, entonces sí tendría que convertirse en
la novia del Gordo.
¡Puaj! No sólo tendría que
aguantar todas las bromas, sino que de veras tendría que ser la novia del
Gordo.
Pero la tarde ya terminaba de
irse. Ahora tendría que entrar a la casa, hacer sus tareas escolares, mirar en
la televisión las caricaturas y, después, sentarse a esperar y a esperar y a
esperar.
A las ocho llegó su padre.
Traía esa cara de Muy Cansado de siempre, pero también la saludó más
alegremente que de costumbre.
Media hora después, justo en
medio de la cena, escucharon algo que los hizo quedarse con los tenedores en la
boca.
Mayte también se levantó,
pero su madre le dijo que primero tenía que terminar lo que estaba en su plato.
Comió tan rápido que los
cachetes se le inflaron y después salió, con la boca todavía llena, a la
puerta.
Mayte nunca había escuchado
esa palabra y su padre tuvo que explicarle que se trataba de algo de metal que
atrae a los rayos para que no caigan en las casas.
Mayte le agarró una mano. Las
tormentas eléctricas le daban un poco de miedo y ahora que algunas nubes se
prendían y apagaban como los letreros de las tiendas, su temor crecía.
Eran una, dos, tres, veinte
rayas de luz que cruzaban el espacio, aparecían y desaparecían en un segundo y
se encendían otra vez, sin que se escuchara ningún sonido.
Las líneas de luz, torcidas
como si fueran dibujadas por un niño de primer año, parecían formar puentes
entre las nubes.
Y de pronto, como si un
baterista gigante pegara en sus tambores, aparecieron los truenos, brrrmmm,
brrrmm, más y más fuertes cada vez.
Después llegó un fogonazo
blanco que iluminó por un segundo la plaza vacía y una de las líneas de luz,
más gruesa que las otras, bajó desde una nube y estalló encima del campanario
de la iglesia.
Inmediatamente, corriendo con
atraso, llegó la nueva explosión, algo similar al sonido de una rama en el
momento de partirse.
—Esto es un gran espectáculo
que no se puede ver en la televisión —dijo y su cara parecía más tranquila. Ya
no quedaban rastros de aquella otra cara que tenía puesta cada noche al
regresar.
Mayte trató de insistir, pero
ahora escuchaba cómo las primeras gotas de lluvia pegaban sobre la vereda seca,
pac, pac, pac.
Pero las vacaciones acuáticas
tuvieron que terminar rápidamente: millones de hilos plateados, que podían
verse por la luz de los focos, se descolgaron encima de ellos.
Fue tan sorpresivo, que
apenas si tuvieron tiempo de correr hasta la puerta cuando ya estaban empapados
de pies a cabeza.
—¡Estuvo buenísimo! —reía
Mayte mientras se frotaba la cabeza con la toalla y sus cabellos le quedaban
todos desordenados como el peinado de una bruja.
Más tarde, cuando la lluvia
seguía limpiando la ciudad, Mayte y su padre se sentaron, pero esta vez no era
para mirar la tele.
—Me dijo tu mamá que querías
hablarme de algo —su padre, con la cabeza todavía mojada y un cómico peinado de
raya en medio, la miraba.
Mayte supo que esa era la
oportunidad que había estado esperando. Se rascó la nariz y empezó a hablar.
2. Pateando lunas
Los días siguientes pasaron muy rápidamente.
Levantarse, ir a la escuela, atender en clase, discutir en el recreo con la
pandilla del Gordo, todo era igual que de costumbre, excepto por una cosa: las
prácticas del equipo.
La conversación con su padre
había dado resultado, sobre todo la parte acerca de lo que ocurriría si no
jugaba ni hacía dos goles.
—Pero, Mayte, no entiendo
¿cómo vas a apostar una cosa así? Entonces de verdad es muy importante para ti
a menos que el Gordo te guste.
Eso había terminado por
convencer a su padre del todo: no sólo la dejaría jugar, sino que él mismo le
enseñaría algunas cosas.
Mayte estaba tan contenta que
casi no pudo esperar al día siguiente para contarle a Salva y Javier en la
escuela.
Pero su padre, que tenía que
trabajar, sólo podría ir a la última práctica que ya había quedado fijada para
el sábado. Todavía faltaba un día entero para eso.
Ahora, cuando ya era viernes
y el cielo estaba despejado otra vez, Mayte hacía unos dibujos en una hoja de
papel y ponía cara de estar escuchando lo que decía la maestra.
Era una clase acerca del
espacio, los planetas y todas esas cosas, pero a Mayte, pese a que seguía
poniendo su cara de mucha atención, el motivo de la clase le servía para
imaginarse muchas cosas.
La tormenta, aquella batalla
de luces, nubes y sonidos, todavía se le aparecía en la mente. Y, claro,
también recordaba la bonita luna de los días anteriores.
Todo eso, sumado a lo que
decía la maestra, se le mezclaba en los pensamientos y ahora ella se imaginaba
que era una astronauta.
Estaba dentro de un ridículo
traje plateado, flotando alrededor de una extraña nave con forma de cigarro.
Más allá, millones y millones
de puntos de luz comenzaban a cambiar de lugar hasta que terminaban por dibujar
una cancha de futbol.
Mayte y otros astronautas que
salían de la nave se dejaban ir y caían suavemente hacia esa cancha en la que
ya se encontraban los rivales.
El Gordo Enemigo, mucho más
grande dentro de su traje color naranja, tropezaba y caía tan despacio que
parecía que nunca llegaría al piso. Después rebotaba, ¡boing! y volvía a quedar
frente al balón.
Mayte, masticando una tableta
de chocolate espacial, se esa cancha en la que ya colocaba también en su
posición y cuando sonaba un potente trueno, el Gordo pateaba la pelota.
Mayte corría por la nada y
con su pie derecho lograba detenerla, pero cuando lo iba a patear notaba que no
era un balón común, sino algo redondo y blanco, muy blanco, que tenía raros
agujeros y abolladuras.
Todos trataban de frenar de
golpe, pero caían lentamente sobre la cancha y rebotaban hasta quedar de pie
otra vez.
—Pero esta luna, es la luna
de mi mamá —protestaba Mayte recordando la sonrisa con que su madre la había
mirado.
Mayte, enojada, le daba
entonces a la luna una patada muy fuerte y todos corrían intentando alcanzarla.
Pero la patada, con esas
botas metálicas que se usan en el espacio, la había ponchado y ahora la luna,
echando chorros de aire, fssss, fssss, se alejaba hacia arriba, hacia abajo,
volando igual que un pájaro ciego, hasta quedar tirada allí, sobre una línea de
estrellas, totalmente desinflada.
—Saturno... —había dicho la
maestra que, por supuesto, continuaba su clase en el muy terrestre salón.
Mayte, de regreso a la
realidad, sintió un poco de temor ¿Qué pasaría si esa noche miraba el cielo y
descubría una luna deformada y sin aire?
Anotó la palabra Satumo en su
cuaderno y pensó que no tendría problemas: en el espacio no había viejas
entrometidas para delatarla.
Mayte, aunque no era alta, se
había distraído al ver pasar un avión y había quedado en la fila justo al lado
de la clase del Gordo y, por supuesto, también al lado de su enemigo Número
Uno.
—Si le cuentas a alguien, te
reviento —agregó el Gordo poniéndose colorado como si sintiera mucha vergüenza,
mientras algunas gotas de sudor le caían por la frente.
Era la primera vez que Mayte
lo veía sonreír o ponerse colorado y le parecía estar viendo a otra persona.
Tuvo que mirarlo de nuevo
para estar segura: sí, era la misma cara redonda, las mismas pecas y el pelo
castaño cayéndole sobre la frente.
Mayte estaba segura de que el
Gordo tramaba algo, pero guardó el papel en su bolsillo y esperó hasta salir a
la calle para leerlo.
Mayte lo leyó una y otra vez.
No entendía mucho de poemas, porque los que les hacían leer en la escuela eran
aburridísimos y, además, el redondo poeta había usado palabras como "cavelios",
y "zonrisa".
Pero muy en el fondo, sintió
algo raro, cosquillas o aquella cosa corriéndole otra vez por el estómago.
Sin duda la culpa de todo la
tenía la primavera y la luna de su madre que hoy, sin querer, había desinflado
en el espacio.
Llegó a su casa y entró
corriendo. Tiró sus cosas encima de la mesa y siguió de largo, frenando sólo
para darle a su madre un beso. Se metió en su cuarto y cerró la puerta.
Tomó el poema otra vez y lo
volvió a leer pensando que el domingo todo ese asunto quedaría resuelto.
Claro que primero tendría que
aprender algunas jugadas y para eso contaba con su padre en la gran práctica
del sábado.
Guardó el poema en un cajón y
miró alrededor repasando las fotos de todos esos jugadores y los galanes del
cine.
Después se puso a pensar qué
sucedería si no lograba hacer los dos goles de la apuesta.
13. La gran fiesta
Sábado. El sol era una bengala inmóvil. El calor, otra
vez pegajoso, se adhería a la ropa de los niños que corrían y saltaban en la
callecita al costado de la plaza.
Por fin había llegado el
sábado, el día de la gran práctica. La última oportunidad para poner a punto el
equipo, planificar jugadas y dejar todo listo para que el domingo se viviera
una verdadera fiesta.
Mayte, con las manos en la
cintura, como había visto que hacían los grandes jugadores, esperaba que Salva
le pasara la pelota.
Salva corrió unos metros y
tiró alto. Mayte calculó mal y en lugar de pegarle con el pie, terminó por
recibir un pelotazo en la cara.
En el costado de la calle,
avisándoles cuando doblaba un automóvil o dando indicaciones, estaba su padre.
—Si viene por arriba, tienes
que tratar de pegarle con la frente —el padre tiraba la pelota para arriba y le
pegaba con la frente.
—Cuando tengas que marcar al
contrario, siempre mira el balón y póntele adelante, así —y el papá se ponía
adelante mirando el balón, así.
Mayte, que cuando había
jugado sólo corría para donde lo hacían los otros y trataba de patear como
pudiera, se maravillaba de descubrir que algo que parecía tan fácil tuviera
tantos secretos.
Después practicaron algunas
jugadas que, por secretas, es mejor no relatar y, por último, tuvieron una
agotadora sesión de tiros a la portería, en la que el padre de Mayte hizo las
veces de portero.
—No, Mayte, trata de pegarle
abajo y a una de las puntas, así es más difícil de agarrar —decía el padre al
que Salva, Javier y los otros estaban matando a goles.
Pero por más que lo
intentara, a Mayte los disparos siempre le salían igual: derechitos a la mitad
de la portería, donde era facilísimo atajarlos.
¿Sería que ya no estaba tan
segura de poder ganar? Recordó el desastroso poema que le hizo pensar en las
telenovelas.
¡Oh Mayte, amor mío!
¡Tus vellos hojos!
Era como esa música que pasan
en los supermercados, esa cosa suave suave, superdulzona, que chorrea desde las
bocinas mientras la gente empuja los carritos y compra comida para perros.
Pero no era sólo eso. Si
quería llegar a ser una gran jugadora, tenía que hacer dos goles y ganar,
aunque los adultos siempre dijeran cosas bobas como:
Trató de imaginarse entonces
un partido así, en el que la gente no gritara malas palabras y dijera a sus
jugadores cosas como: ¡adelante nobles defensores!
Y cuando, en el último minuto
del partido, el árbitro les cobraba un penal en contra, la gente agitada
gritaba: ¡árbitro vendido!
Más tarde, sintiéndose muy
cansada de correr y patear, todos se juntaron para decidir una cuestión
fundamental: el nombre del equipo.
Alguien quiso ponerle Los
Piratas Futbol Club, pero a Mayte no le gustó. Se imaginó un equipo en el que
los delanteros tenían patas de palo.
Otra vez dijo Mayte que no.
Sería difícil jugar con armadura y espadas y, además, no iban a jugar contra
leones.
Salva votó por Los Cometas y
alguien, un niño bajito y muy flaco que era el más callado de todos tuvo una
idea muy original: ponerle el nombre de la calle.
A nadie le gustó esa idea. ¿A
quién se le podía ocurrir ponerle a un equipo de futbol General Hermenegildo
Gómez?
La discusión seguía. Sentados
en la banqueta, continuaban proponiendo nombres como Los Invencibles, Saeta o
El Rayo Destructor. Mayte propuso ponerle La Luna, pero a los otros no les
parecía buena idea.
Quien más quien menos, a
todos les faltaba todavía cambiar algún diente. La idea fue aprobada por
mayoría, ya que Mayte —otra vez— se opuso al imaginarse un montón de dientes
corriendo por ahí.
Pero para la noche, después
de bañarse y cenar, ya estaba convencida. Tal vez fuera un nombre chistoso,
pero había empezado a gustarle y, después de todo, habían resuelto jugar con
camisetas blancas como dientes, pues era el único color que todos tenían.
Para estar a tono con su
estilo, le pondría un nombre como Los Malvados o Los Rompepiernas, algo así,
para tratar de asustarlos.
Esa noche estaba tan nerviosa
que le costó muchísimo dormirse. Trataba de acordarse de los consejos de su
padre y, más que nada, la preocupaban los tiros de penal, esos que siempre le
salían a la mitad de la portería.
Su madre le había dibujado
con marcador negro un enorme y bonito número nueve atrás, pues todos habían
acordado que si tenía que hacer dos goles, lo mejor era que jugara como centro
delantero.
Pero entre el desayuno y los
nuevos consejos de su padre —medio dormido ya que los domingos solía quedarse
hasta más tarde en la cama—, el tiempo terminó por pasar.
Entonces los tres caminaron
hasta el club, uno de esos lugares no muy grandes que tienen como sede una casa
antigua y una cancha detrás.
Escuchó voces conocidas, pero
estaba tan nerviosa que no pudo distinguir quiénes eran los que gritaban.
Vio un cartel de tela en el
que decía: ¡Diente de Leche F.C.! y al costado un grupo grande de niños y
niñas, todos de su escuela.
Eran sus compañeros que,
comandados por Susana y Andrea, ensayaban cantos y descubrían que era bastante
difícil hacer rimar Diente de Leche con algo.
Su padre le dio las últimas recomendaciones
y después fue con su madre a sentarse en unos bancos de madera que habían
traído algunos vecinos.
Del otro lado de la cancha,
con camisetas rojas, practicaban Los Guerreros y Mayte podía escuchar que el
Gordo decía: ¡a esos los vamos a reventar!
Mayte se reunió con los suyos
y practicó hasta que finalmente el árbitro, el señor Romualdo a quien todos
compraban el pan por las mañanas, llamó a los capitanes al centro de la cancha.
Salvador y Javier, para
tratar de impresionar más a los contrarios, resolvieron designar nada menos que
a Mayte como capitana.
—¡ Hola! —dijo el Gordo
haciéndose el simpático y después bajando la voz preguntó: —¿Te gustó el poema?
Mayte no sabía qué decir.
Ahora resultaba que el Gordo no le parecía ni tan gordo, ni tan malo, ni tan
feo.
Los del otro lado, que
apoyaban a Los Guerreros también gritaban cosas muy originales como ¡dale
campeón, dale campeón!
El gran partido había
comenzado.
14. Guerreros vs. Diente
de leche
En medio del público, formado en su mayoría por vecinos
y escolares, el padre de Mayte se comía las uñas.
Las cosas no iban nada bien
para el Diente de Leche Futbol Club pues el rival, que tenía jugadores más
grandes y, por supuesto pesados, parecía tener siempre el dominio del juego y
atacaba una y otra y otra vez.
Susana y Andrea habían
logrado que mucha gente se uniera a sus cánticos en los primeros minutos, pero
a medida que pasaba el tiempo más y más personas se quedaban calladas y seguían
con atención las jugadas.
Una vez un delantero de Los
Guerreros logró escapar de la marca de Salva pero, por suerte, su tiro se
estrelló en uno de los postes.
Pero, mientras unos y otros agitaban
las banderas hechas a mano y trataban de alentar a sus equipos, ocurrió lo
inesperado.
¿Cómo era posible? Justo en
ese momento el partido se había puesto más parejo y hasta Mayte había logrado
pegarle un par de veces a la pelota, aunque sin mucha suerte.
El gol había llegado por una
jugada de un flaco altísimo y rubio que había corrido casi media cancha
esquivando a uno y otro marcador hasta pegarle tan fuerte a la pelota que el
pobre Javier, aunque voló al mejor estilo Supermán, no lo pudo evitar.
Los gritos de la tribuna de
Los Guerreros no se hicieron esperar. Allí todo era alegría y saltos y papel
picado volando por el aire como un ejército de polillas.
Susana, Andrea y los otros no
sabían qué hacer. El tiempo, en el reloj del señor Romualdo, avanzaba
rápidamente, tic, tac, tic, tac.
Mayte corría. Realmente se
esforzaba en marcar a los contrarios. Pero algunas veces el flaco altísimo le
había pegado un codazo y otras un pelirrojo sin dientes que jugaba atrás le
había jalado el pelo.
El señor Romualdo, que
seguramente era corto de vista, no hacía caso de las protestas de Mayte, ni de
los gritos cada vez más fuertes de su padre que llegaban desde el costado de la
cancha.
Salvador había recibido un
pase de Javier y, como si todavía tuviera la patineta pegada a los pies, había
avanzado haciendo eses por el costado de la cancha.
Primero, haciendo un amague,
había dejado sentado en el piso al flaco altísimo y después el pelirrojo sin
dientes había seguido de largo hasta chocar con una viejita que tejía al
costado de la cancha.
Mayte, que al parecer no era
muy buena para calcular distancias, se agachó para esquivar el tiro, pero lo
hizo de tal forma que terminó, sin querer, por pegarle a la pelota con la
frente.
La tribuna de Los Guerreros
enmudeció: la pelota picó violentamente en el suelo y luego le pasó justo por
arriba al Gordo.
Mayte no lo podía creer.
Saltó, gritó y corrió a abrazar a Salva y después a su padre que, parado encima
de su banco, levantaba los puños al aire y le decía a todo el que quisiera
escucharlo: "¡ésa es mi nena!"
El señor Romualdo dio la
orden para reanudar el juego. Ahora el entusiasmo estaba en la tribuna del
Diente de Leche.
Susana y Andrea, como dos
bailarinas de ballet hacían cómicos pasos en el borde de la cancha mientras los
demás compañeros de Mayte sacudían la gloriosa bandera blanca.
GUERREROS 1 - DIENTE DE LECHE
1, decía un pizarrón que habían colocado a modo de tablero. Los jugadores
salieron de la cancha y se tiraron sobre el pasto. Hacía mucho calor,
demasiado, y se sentían supercansados.
¡Había anotado un gol de
cabeza! Eso era increíble. Ya imaginaba su nombre en todos los diarios, su foto
en las revistas de deportes.
Claro que no dirían nada
acerca de que lo había logrado un poco de casualidad: lo importante es que ella
había estado en el lugar exacto en el momento justo.
El sol calentaba cada vez
más. El pasto, después del descanso que le había dado la tormenta, comenzaba a
ponerse amarillo otra vez.
El señor Romualdo caminó
hasta el centro del terreno levantando nubecitas de polvo con los zapatos
negros acordonados que usaba los días de fiesta.
Corridas, tiros, salidas del
terreno, algún codazo, gritos cada vez más fuertes en ambas tribunas, el
partido era disputado con el entusiasmo de una verdadera final, como esas que
Mayte había visto en la televisión.
Mayte, cansada de que el
flaco altísimo le diera codazos, esperó una oportunidad y cuando éste le quitó
el balón y comenzó a correr hacia la portería de Javier, vio que, por fin, el
momento había llegado.
Parecía un leopardo, puf,
puf, persiguiendo su presa, hasta que logró darle alcance. Después, como un
guerrero de esas películas de karatecas, se tiró hacia adelante con las dos
piernas bien estiradas y le enganchó los pies.
—El flaco tropezó, parecía
una garza a punto de aterrizar, dio un paso, se tambaleó y cayó de cara
dibujando con su nariz una larga raya en el suelo.
Mayte se levantó y se sacudió
la camiseta para quitarse polvo, pero cuando vio que el señor Romualdo corría
enojado hacia ella, puso su mejor cara de angelita y hablando suavemente, como
su prima Esther a la hora del té dijo:
Claro que el flaco no quedó
nada conforme, aunque también se confundió por el tono de voz de Mayte. Pero
cuando se le acercó un poco, ella lo miró, esperó a que el señor Romualdo se
alejara, y le dijo en voz baja:
Los Guerreros parecían jugar
mejor, pero no tenían buena puntería, tres veces anduvieron cerca de anotar,
pero una vez Javier y otras dos veces los postes impidieron que se pusieran en
ventaja.
Pero allá, cuidando su meta
como si fuera un castillo, el Gordo seguía riéndose: el tiempo pasaba y si
Mayte no hacía otro gol...
Después faltaban cuatro y
pese a los intentos de Salva, el pelirrojo sin dientes siempre lograba quitarle
la pelota a tiempo.
Se había caído al tropezar en
un pequeño pozo. Dos minutos. El papá miraba su reloj. Susana y Andrea estaban
roncas de tanto gritar.
Las banderas se agitaban.
Parecían las velas de los barcos piratas en medio de una tormenta. El sol
seguía haciendo sudar a los jugadores.
El Gordo se frotaba las
manos, aunque enseguida tuvo que frotarse los ojos pues creyó estar viendo un
espejismo.
Mayte le había robado el
balón al flaco y ahora se venía sola hacia el arco. Parecía un toro en
embestida, los ojos fijos en el Gordo, los labios apretados y sus brazos, puf,
puf, moviéndose como si trataran de nadar en el aire.
Detrás de ella venía el pelirrojo.
La cara chorreada de sudor, los ojos pequeños y sus piernas tan cortas que
parecían las ruedas de una bicicleta.
Iba a patear. Iba a patear,
pero justo en ese momento el pelirrojo se tiró desde atrás y la hizo caer.
El señor Romualdo había
sonado su silbato indicando la falta. Ya era la hora del final del partido, la
última oportunidad. Salva era muy bueno pateando penales y estaba seguro de
poder hacerlo para ganar el partido, pero también estaba el asunto de la
apuesta de Mayte.
En la valla, el Gordo ya no
reía. Parecía muy preocupado. Prefería que lo tirara Salva porque, aunque
perdieran el partido, él ganaría la apuesta y además, si lo tiraba Mayte y lo
hacía, no sólo estaba la cuestión de que no sería su novia, sino que en la
escuela todos se burlarían de él.
Mayte no sabía qué hacer.
Primero miró el cielo y pestaño un par de veces. Estaba tan cansada, hacía
tanto calor que sentía como si hubieran encendido un fuego dentro de ella.
Después miró a la tribuna y
vio a su padre, sonriente y preocupado a la vez y también a su madre, la que
había querido ser bailarina.
Ella parecía más tranquila.
Estaba simplemente ahí, sentada y sonriente, y su sonrisa parecía la respuesta
a todo: transmitía confianza y serenidad.
Si en ese momento alguien
hubiera pasado por fuera del club, jamás lograría enterarse de que allí adentro
se jugaba una gran final, pues no se escuchaba ningún sonido.
El público aguantó la
respiración: una cosa redonda y blanca como la luna salió disparada desde el
pie derecho de Mayte hacia el arco.
El Gordo, en una escena que
parecía en cámara lenta, tomó impulso, se estiró y estiró, alargó sus brazos
más y más hasta caer levantando una enorme nube de polvo.
Mayte corría por toda la
cancha con los brazos abiertos y estirados en forma de alas de avión. Atrás,
como una banda de enanos saltarines, la seguían todos los Dientes de Leche.
Después vinieron los abrazos,
los besos de papá y mamá, el sacudir de la bandera, el canto de ¡dale campeón, dale
campeón! y los planes de Susana y Andrea para formar un equipo femenino de
futbol y hacer un campeonato en la escuela.
—¿Y si escribo poemas sin
faltas? —preguntó finalmente el Gordo como si le costara un enorme esfuerzo.
—A lo mejor... —contestó y se
alejó corriendo para seguir festejando.
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